Mi
nombre es Eladierl Yaar y soy Maestre de Consejos del Alto Hechicero Ardalas. O
lo era, hasta que la mayor de las locuras se apoderó de mi Señor y sus sicarios
y nos ha conducido a la ruina, lo cual pesará vergonzosamente sobre mi en lo
poco que me queda de vida. Como creo que ni yo ni los míos sobreviviremos a esta
noche he decidido dejar en buena custodia este cristal en este templo de
Corelion para que en tiempos venideros se sepa lo que aquí sucedió. Sean
indulgentes conmigo los que escuchen estas memorias pues yo juro que poco tuve
que ver en toda esta locura impía.
Como
bien saben los historiadores, los elfos de las Tierras del Este nos hicimos
vasallos de Eria muchos siglos atrás, en tiempos de los famosos Siete Reyes,
cuando mis antepasados juraron fidelidad al mismísimo príncipe Elmo en el año de
los hombres de 2.274, según los cómputos de Eria. En efecto fueron tiempos de
paz y tranquilidad en estas tierras a los que los hombres llamaban Konia. Y así
fue hasta la invasión de los Pueblos del Mar, en el año 2.841, tras casi
seiscientos años de prosperidad y convivencia pacífica. Esto es toda una
generación de elfos y más de treinta generaciones de hombres. Esta paz se acabó
cuando la ciudad de Altiis fue repentinamente arrasada por los invasores allende
los mares, que llegaron como una mancha negra con sus armaduras de colores y sus
espadas artesanales de un sólo filo. Los Pueblos del Mar, a pesar del caos de la
conquista, más o menos respetaron a los pueblos élficos hasta en los dos siglos
de dominación, hasta que fueron expulsados por los erios en el año 2990. Yo, que
nací en unos años antes de que llegasen, los recuerdo como extraños hombres y
mujeres ligados a complejos linajes de Honor, incluso para un elfo. Quizás por
ese motivo, por cierta afinidad a los códigos de Honor de Corelion, fue que hubo
un respeto digno de adversarios, a pesar de que los elfos nos vimos obligados a
pagar tributos como simples hombres. Y así hicimos.
Muchos
pensaron que otro de los motivos por los que los Pueblos del Mar no diezmaron a
los elfos de las Tierras del Este fue el Alto Hechicero Ardalas, mi señor. Ya
por aquel entonces, aún en sus años jóvenes, manejaba la magia con gran destreza
y pocos eran los que osaban oponérsele. Se dice que cazó un gigante en las
Montañas del Oro y le robó un anillo mágico, aunque yo dudo de esa historia
porque en muchos años a su lado nunca vi tal anillo. También se cuentan otras
historias que sí son ciertas como que podía atraer al fuego y a la tormenta a
voluntad, cambiar la mente de los hombres con una sola mirada o convertir a
alguien en sapo. Su biblioteca era la mayor de las tierras ocupadas por los
Pueblos del Mar, con muchos volúmenes salvados de la quema de Altiis. Los reyes
de los hombres cabalgaban durante semanas hasta su torre para pedirle consejo y
sus conocimientos sobrepasaban los de cualquier hombre, elfo o mago en aquellas
tierras.
La
única y gran debilidad de Ardalas era su orgullo. Se trataba de un elfo altivo y
por ello en ocasiones vulneraba los preceptos de Corelion, a mi pesar, al que
sin embargo decía adorar con fervor. No era cierto. Mi admiración por su magia
me mantuvo engañado durante muchos años a su lado y yo no veía más que lo que
quería ver, pero en realidad Ardalas se saltaba los ritos con asiduidad y apenas
rezaba. Quizás sí lo hizo más adelante, cuando sus oraciones empezaron a ser
mucho más oscuras, pero aún faltaba mucho para eso. Sus faltas con Corelion le
convirtieron en un Alto Hechicero sin el menor sentido del honor, lo cual le
ocasionó más de un desaire de los sacerdotes y le granjeó el desprecio de
algunos Señores de la Guerra de los Pueblos del Mar, enemigos de importancia no
tan menor como pudiera pensarse pues a pesar de todo dominaban con puño de
hierro las Tierras del Este. Impasible a todas esas minucias y no siguiendo mis
consejos, Ardalas los ignoró y se concentró en su segunda pasión, después de la
magia: quería el Alto Hechicero asegurar su estirpe con descendencia. Llevaba
años con esa idea en la mente y por ello se casó con una Princesa de Myth,
Salandra Mariis. Aún recuerdo la mañana de la boda junto a los acantilados del
Mar del Olvido, y recuerdo pensar que por mi Señor había encontrado a alguien
que compensase su orgullo y que templase su carácter. Qué equivocado estaba, yo
que me hacía llamar Maestre de Consejos. Salandra, la más dulce de las criaturas
que he visto en mi vida, murió en extrañas circunstancias en la soledad, en una
estancia de la Torre tras varios años de matrimonio estéril. El mismo destino
que una elfa de Galvan, hija de un rico comerciante, llamada Syela, a la que yo
mismo conduje al altar de Corelion y que moriría sin dejar descendencia sin que
yo o los alquimistas de la Torre pudiésemos salvarla. Su tercera esposa, Dwanda
Anadrin, una elfa de tez blanquísima de las lejanas Tierras de los Manni, al
norte, se quedó finalmente embarazada y aún recuerdo el brillo en los ojos de
Ardalas cuando se conoció la noticia. Matamos cien reses aquella semana en una
celebración sin igual que causó la ira de los conquistadores, aplacada por mi
con grandes regalos y oro. Sin embargo la pálida Anadrin murió dando a luz un
niño muerto y la desesperación se apoderó de mi Señor. Como su hermana Nynaeve
la había acompañado como doncella desde el lejano norte, se me ocurrió la idea
de que quizás la fertilidad de su familia pudiese ser aprovechada por mi Señor y
con la misma dote de su hermana se casó con él ante el Altar de Corelion. Mi
consejo fue fructífero y nefasto a la vez, pues en efecto Nynaeve, que compartía
la palidez de su difunta hermana, sería la que finalmente le diese póstumamente
un heredero, pues falleció también el día del parto a causa de unas extrañas
fiebres. Muchos años habían pasado hasta que el Alto Hechicero consiguió su
objetivo
La
noticia de que Ardalas había tenido descendencia se extendió por estas tierras
con rapidez. Corría el año 2899 según los cómputos de los hombres. Recordemos
que por aquel entonces estas tierras todavía estaban dominadas por los Pueblos
del Mar, guerreros, marinos, hombres de tierras lejanas de Li Pan que pretendían
conquistar todo el continente y todo lo que encontrasen a su paso. Aún faltaba
casi un siglo para que los erios los consiguiesen expulsar de Konia. Aunque no
se mostraban abiertamente hostiles con los elfos, como he dicho, sin duda nos
consideraban sirvientes del enemigo Reino de Eria y por lo tanto eran
secretamente hostiles a todo aquello que hiciésemos en nuestras propios feudos.
Quizás esta secreta hostilidad, o la falta de honor de Ardalas en el pasado, fue
la que motivó a unos hombres anónimos a atacar la comitiva que llevaba al hijo
del Señor, el que llamábamos príncipe Daryl en honor al abuelo de Ardalas, a
pesar de que no había pasado aún los Ritos de Nombre de Corelion, que le
esperaban a su llegada a la Torre. Nunca supimos qué Señor de la Guerra de entre
los Pueblos del Mar, si es que fue alguno y no unos simples bandidos, mandó
atacar y matar al infante. Nadie quedó con vida la emboscada para contarlo y ni
la magia reveló el lugar del suceso.
Días
después, cuando el Alto Hechicero conoció la noticia, muchos temían su furia, yo
incluido. No se sabía quién había sido el autor del asesinato, así que el
furioso Alto Hechicero, fuera de si, cabalgó hasta el Camino Real y con sus
sirvientes buscamos durante semanas el cuerpo del niño, pero éste nunca
apareció. Desde aquel entonces llamaron al lugar el Bosque del Príncipe y su
antiguo nombre fue olvidado. Ardalas se encerró en sus estancias en la Torre
tratando de encontrar una forma no sólo de encontrar a su hijo sino de hacerlo
regresar del Más Allá, de las Tierras de Hadex. Sus sirvientes, entretanto,
imagino que por órdenes de él en las que yo no tuve que ver, consumaron una
sangrienta venganza en los posibles culpables sin verificar realmente si habían
sido ellos o no. Esto desató la furia de muchos Señores de la Guerra y hasta los
días del fin de la dominación de los Pueblos del Mar no conocimos un día de paz.
El propio Ardalas luchó varias veces contra los enemigos y se descubrió como un
temible hechicero de batalla pues su crueldad no conocía límites y su ingenio
era temible. Su carácter se agrió definitivamente y nadie le volvió a ver
sonreír, ni siquiera por sarcasmo.
Cuando
años después los erios de la casa Wark expulsaron a los Pueblos del Mar,
pensamos que la paz y el duelo llenarían la Torre pero de nuevo nos equivocamos.
Mi Señor no les culpaba sólo a ellos de lo sucedido sino a todo el mundo. Empezó
a sospechar de sus cercanos y a espiar a sus conocidos. Se rodeó de una serie de
desconocidos afines y apartó de su lado a los que le habíamos servido durante
largos años, y de hecho muchos amigos desaparecieron por aquel entonces.
Temiendo por mi vida, abandoné la Torre y nunca regresé. Ardalas ni siquiera se
despidió de mí. Tampoco consiguió volver a encontrar otra esposa pues la leyenda
negra sobre la suerte de sus mujeres eliminó cualquier posibilidad al respecto.
Entretanto,
en las tierras de los hombres, el Rey Ahnar Vanir murió de extrema vejez en el
año 2991, dejando como herederos a dos gemelos. Desde el momento de su
nacimiento se supo que esta circunstancia podría desembocar en un problema de
linaje, pues los hombres son así. Finalmente sucedió lo peor. Se llamaban Aesir
y Korm, y eran prácticamente imposible distinguirlos, incluso le costaba trabajo
a sus amigos íntimos. A pesar de eso, el talante de ambos era bien diferente,
Aesir poseía un ánimo conciliador y tranquilo mientras que Korm era impulsivo y
agresivo. En el momento de decidir la sucesión ambos tenían más de treinta años
y Korm incluso estaba casado y tenía descendencia, el príncipe Guillermo. No
hubo cesión por ninguna de las partes, así que se produjo una división profunda
en Eria entre los que apoyaban a uno y a otro, lo que desembocó en poco tiempo
en un conflicto armado en todo el reino, como es común entre los hombres. En el
año 2995 se produjo una batalla ante las puertas de la capital Eriador entre
ambas facciones, sin que hubiese vencedor. La mayor parte de los erios del
corazón del reino apoyaban a Korm, pues veían en él un guerrero y quizás
pensaban que tras los malos tiempos de la invasión de los Pueblos del Mar se
necesitaba una mano que no temblase con el peso de la Corona. Sin embargo los
pueblos recién liberados de Konia, los pocos nobles del antiguo y mermado reino
enano de Nordya y las castas de elfos de Myth, apoyaban al príncipe Aesir. De
hecho, antes de enfrentarse con las armas, Aesir intentó numerosas soluciones
pacíficas, pero Korm había hecho correr la voz por el Reino que, para él, "la
única solución para Aesir era la muerte". El mal presagio se cumpliría.
Ni
qué decir cabe que todos los elfos de las Tierras del Este estábamos con el
conciliador Aesir, con el que yo mismo llegué a hablar en su paso por Ankorh.
Supe que antes de iniciar el conflicto armado estaba casi dispuesto a permitir a
su hermano llevar la corona. A pesar de la acritud de mi antiguo Señor, le
recomendé hablar con Ardalas y Corelion me perdone por ese mal consejo. Aesir
viajó hasta la Torre del Alto Hechicero para pedir su opinión al respecto y me
temo que Ardalas le hizo cambiar de parecer y lo condujo directamente a la
guerra. Se erigió como su lugarteniente y poco después cabalgó junto al príncipe
y sus tropas. Todo esto no acabaría de forma feliz ni para Aesir ni para Korm ni
para nadie de estas tierras, pues ante la imposibilidad de hacerse con el
corazón del Reino por medio de las armas, Aesir, mal aconsejado por Ardalas,
intentó otras vías más peligrosas: recurrió a poderes desconocidos. Magia de
Sangre. Magia Negra. Nigromancia. De hecho no se sabe con exactitud qué hicieron
el príncipe Aesir y el hechicero Ardalas, pero tras su visita a la Torre dejó de
ser el mismo; si antes era una persona bondadosa y noble, repentinamente se
convirtió en una persona fría con la vida y con la gente, de humor áspero y una
incipiente y retorcida crueldad que no conocería límite alguno. Esto no pasó
desapercibido a sus vasallos, que trataron de encontrar algún remedio.
Habiéndose recluido a una de las fortalezas sureñas, la Torre de los Mil
Cuervos, se cuenta que una noche mató a todos sus sirvientes y vasallos con sus
propias manos. Nunca nadie volvió a verle en persona, pero se cuenta que su
cuerpo se pudrió y sus ojos se secaron en las cuencas y que desapareció de él
todo resto humano tras su sonrisa cadavérica.
La
guerra estaba lejos de acabar. Ardalas continuó la lucha con malas artes.
Empezaron a llamarle el Nigromante cuando todas las tierras de Konia se fueron
cubriendo de una impía oscuridad, y numerosas plagas e incendios lo asolaron
todo. A la altura del año 2997 ya no quedaba apenas nada. Yo había empezado a
perder la vista por aquel entonces y me tuve que refugiar junto a mis sirvientes
en las catacumbas de este Templo de Corelion.
Ese
mismo año el ya coronado Rey Korm, se puso al frente de un gran ejército. Las
noticias nos llegaban de a poco, a través de familiares elfos en su mayor parte.
La intención del nuevo Rey era la de recuperar los territorios fieles a su
hermano, Konia, Nordya y Myth. Cruzó las montañas hacia el sur por el Paso de la
Guerra con unos cuarenta mil hombres, sumando caballeros, lanceros, arqueros y
soldados. Cuando se empezaron a internar en las tierras de Konia les estaba
esperando un gran ejército comandado por Ardalas y formado por seres no-muertos,
antiguos habitantes, villanos, campesinos y soldados fieles a Aesir cuyas almas
habían sido malditas para siempre. Los no-muertos superaban en gran número al
ejército del Rey Korm, que intentó hacerse fuerte en unas viejas ruinas de un
castillo del Señorío de Kokúo, como llamaban al lugar los expulsados Pueblos del
Mar. De los cuarenta miles de hombres perecieron todos salvo cien, que
consiguieron huir por un pasadizo y narrar, tiempo después, las escenas de
horror y muerte que se vivieron en el Campo de Sangre. A las tierras tras las
montañas desde aquel entonces se las conoce como Erioch. Así llaman también a
Aesir.
El
Rey Korm no fue uno de los cien que se salvaron. Su hijo Guillermo tenía
diecisiete años cuando su padre murió a manos del ejército muerto. Se le conoció
como Guillermo II en honor a uno de los Siete Reyes y a pesar de su juventud se
reveló como un gran caballero y militar. Cuando ascendió al trono la mayor parte
del ejército erio había desaparecido semanas antes en Campo de Sangre, por lo
que tuvo que convocar con urgencia a los nobles del Reino para pedir una leva
especial y dirigirse apresuradamente al sur. A pesar de encontrarse con tropas
mal pertrechadas y con un ejército de escasa experiencia, consiguió una gran
victoria en la Batalla del Paso, en el año 2999 según los cómputos de los
hombres, sobre todo gracias a su hábil uso del fuego contra el ejército muerto,
que pretendía invadirlo todo. No sólo en esa ocasión sino durante dos decenios
los hombres defendieron desesperadamente el Paso con altísimos costes contra un
enemigo incansable. Contra todo pronóstico consiguieron levantar un Muro
sagrado, una gigantesca barrera que cerraba las montañas y separaba Erioch de
los Reinos de los hombres.
Todos
los que conocemos a Ardalas sabemos que no descansará hasta ver culminada su
venganza sobre todos los hombres y mujeres, de todos los Reinos habidos y por
haber.
Yo,
Eladierl Yaar, antiguo Maestre de Consejos, recluido en mi refugio, no he visto
la luz en casi treinta años. Conseguimos resistir todo este tiempo al Velo, que
es como llamamos a la urdimbre tenebrosa que Ardalas tejió sobre estar tierras.
Habíamos sobrevivido gracias a mi amigo y hermano Eladriel Laavin, Sacerdote de
Corelion, y sus conjuros protectores, que hace tres días murió por culpa de un
arco de piedra que se le vino encima. Corelion da y quita a voluntad y los elfos
aceptamos su buen juicio. En estos últimas tiempos he encontrado el sosiego en
la fiel búsqueda de la verdad y el perdón. Que Corelion me juzgue por los años
en los que fui fiel al maldito Ardalas. Espero que su alma arda en los infiernos
de Hadex junto a su inocente hijo. Que los dioses se apiaden de nosotros. Sin
los conjuros de mi hermano, los muertos han rodeado la ciudad y este refugio no
tardará en caer. Desdichados aquellos a los que capturen antes del fuego
liberador.